21 abril 2008

FE Y CREENCIAS, LA MUERTE ENTRE LOS VIVOS

Por Orlando Acosta V.
Antropólogo Político
Dos cráneos humanos con sus órbitas oculares rellenadas con algodón "mi­ran" hacia Chipaya desde una tumba de azulejos del cementerio municipal. La cruz de fierro con coronas de paja encima lleva la ins­cripción: "Mundo Alma Chipaya 2007". Unos pasos más al norte, hay un cuarto insignifican­te con una puerta de madera. Al abrirla, la sor­presa es tétrica: es una capilla con medio cente­nar de calaveras rodeadas de coca, envases de alcohol y cigarrillos de las marcas D & J y Star.
"Son nuestros tatarabuelos. Nos cuidan y a nosotros les damos de comer, fumar y beber para pedir lluvia, o pelear contra el viento y las heladas. Igual hacemos en Todos Santos", reve­la el jilakata del ayllu Aranzaya, Dionisio Láza­ro Mamani. Las almas de los antepasados son respetadas por los chipayas. El camposanto es sacro y las autoridades originarias hasta ame­nazan a los lugareños con no sepultarlos allí si cometen faltas graves o desentierran cadáveres para mostrarlos a las parejas que pelean para pacificarlas.
La división de espacios territoriales entre el sur y el norte chipayas -Aranzaya y Mana-saya-, dice el antropólogo Ulpian López Gar­cía, igual se expresa en las necrópolis de los urus. "Hay dos mitades. Y el cementerio igual se divide por familias. Las ánimas son los guardianes del pueblo. Y los urus alertan que una persona no debe mentir ni robar porque si no, estos cráneos la pueden castigar.
Los muertos están vivos para ellos". En Llapallapani, comunidad de los muratos del Poopó, esta tradición no se encuentra vigente en su catacumba comunal.
Para López, estas costumbres se relacionan con las de los grupos cazadores y pescadores de la antigüedad, que según los estudios arqueológicos fueron parte de los primeros habitantes de la tierra, y por eso se sostiene que los urus son un pueblo mile­nario. "Tienen como deidades a la naturaleza, los flamencos, las montañas y espejos de agua. Los chipayas adoran a su río Lauca cual si fuera una mujer: la Lauca María, dicen sus canciones. Es su guardiana. Igual han asimilado a la Pachamama o Madre Tierra por su faena agrícola".
En cambio, continúa López, los muratos no tienen una religiosidad tan profunda como los chipayas. No obstante, su cosmovi­sión gira en torno al agua y el lago Poopó como los nombres de sus lí­deres comunitarios (léase jiliri coto­puchu o "autoridad del agua"). In­cluso tienen un santo rodeado por varios flamencos o pariwanas al que le dedicaban coplas y organizaban fiestas. "Dicen: Nosotros no tenemos llamas y nuestras llamitas son los fla­mencos. Están acostumbrados a esa vida natural y por eso respetan las épocas en que las aves ponen sus huevos".

¿LA OTRA COLONIZACIÓN?
En Llapallapani se han asentado las iglesias Ca­tólica y Evangélica de la Última Profecía. "Convivimos con ellas. A veces prohíben nuestras tradiciones, pero nos imponemos. Un máximo de 30 por ciento del poblado debe pertenecer­les", asegura el jiliri ilpiri Basilio Alvarez Cho­que. En Chipaya, el miembro del ayllu Vistru­llani, Juan Quispe Mamani, denuncia que sec­tas pentecostales, cristianas y católicas han provocado la pérdida parcial de su cultura reli­giosa. "Predican que la Pachamama no es obra de Dios. Sólo los jilakatas nos defienden".
El jilakata primero mayor de Manasaya, Esteban Mollo Condori, corrobora la anterior sentencia. "La mayoría de los chipayas se ha convertido al Evangelio, pero les exigimos que mantengan su espíritu con las costumbres". El antropólogo y funcionario prefectural orure­ño, Víctor Alanes Orellana, sostiene "que bue­na parte de los urus es de las religiones protes­tante evangélica y católica, empero, a pesar de ello, la espiritualidad de esta nación originaria se ha mantenido contra todo porque hay líde­res que respetan la religiosidad andina".
López no concuerda con su colega. "Cuan­do los urus hacen su camino de la vida, su ca­mino de humano para llegar a ser autoridad y ser responsable, lo que se conoce como t'aqi, la iglesia a veces los perjudica porque promueve su abstención a las bebidas alcohólicas o el no compartir con su pueblo cuando asume un cargo o prohíbe al uru de las fiestas. Le inserta una mentalidad individualista y egoísta que erradica la esencia comunitaria de los urus".
Pero los chipayas han sabido mezclar lo pa­gano con lo católico. Así sucede en la fiesta de su patrona, Santa Ana, cada 25 de julio, cuando se organiza una procesión. Igual pasa en el aniver­sario del municipio, el 18 de diciembre. A la par, veneran a la Pachamama con continuidad. Otras fechas importantes involucran al Carnaval, cuan­do los jilakatas son los "pasantes", o sea, los que invitan comida y bebida durante cuatro días; o diciembre, época del "floreo" de animales y po­bladores, o el 6 de enero, cuando se mata una lla­ma y se echa su sangre al cauce del río Lauca.
Para los urus del lago Poopó, el 14 de sep­tiembre se saca la imagen de la Virgen de la Exaltación del Santuario de Quillacas y los mu­ratos organizan una celebración en la plaza. El día de Llapallapani, el 17 de julio, el baile, la co­mida y la música se apoderan de la comarca. "Igual —explica Álvarez— adoramos al Tata Santiago para que nos otorgue lluvias para pes­car en el lago. Y como nuestros tatarabuelos, te­nemos un sitio especial para nuestro Tata Dios".
LOS MITOS DE LOS URUS
Los jilakatas y jiliris recuerdan que antes, el ma­trimonio era impuesto a los jóvenes por los fa­miliares y se realizaba entre urus. "Hoy ya no es así", comenta Mollo. Según estudios del tema, tras la boda el novio trae leña de un lugar leja­no mientras la recién casada recolecta taquia (excremento animal usado de combustible) pa­ra los suegros y padrinos, y si ambos coinciden en la llegada, es un pronóstico de feliz vida con­yugal. Al principio, la pareja vive con los padres del novio y luego construye su propia casa.
En Llapallapani, por ejemplo, relata Álva­rez, la familia del varón se presenta en el hogar de la mujer para pedir su mano. "Ahí se define la fecha del casorio y se organiza una fiesta con zampoñadas. La futura familia baila hasta dos días seguidos. El día de la boda en el Registro Civil, también hay otra celebración similar. Los esposos definen posteriormente si desean unir­se por la iglesia Católica o Cristiana. Ahí hay otra fiesta. Igual aplicamos el sirwiñaku".
El antropólogo Orlando Acosta Veizaga hace notar que los urus dan mayor énfasis al tema mortuorio en su vida espiritual y religio­sa. "No dudan en afirmar: Somos chullpapu­chus, es decir, los descendientes de la gente que desde tiempos inmemoriales habitó la geografía andina". Entre los chipayas, explica el estudioso, por ejemplo, se maneja que los muertos conocen el comportamiento de cada originario, por ello, la víctima de un robo acu­de a un yatiri para que éste consulte a una ca­lavera de sus antepasados por el autor.
Durante tres días, cuenta Acosta, el yatiri y la víctima conversan con el t'ojlu: "Tatarabue­lo, nuestras cosas se han perdido, tú sabes quién es el ladrón; haz que se arrepienta y devuelva". "Esos días se atiende con confianza y cuidado el crá­neo, que se encuentra rodeado de pastereos y tablillas de los difuntos, de incienso, de copal, de q'oa (mesa ritual) y de velas. Los que efec­túan el rito también piden permiso del mayor­domo para tocar las campanas del templo".
"De esta manera, el difunto invoca al espí­ritu del malhechor para que devuelva lo roba­do. Los que se arrepienten dejan los objetos en el patio o cerca de la vivienda (de la vícti­ma del robo), pero los que se resisten a la de­volución no pueden dormir en la noche, pa­decen de enfermedades y al final mueren de tanto sufrimiento: 'Lo que se pierde, se pone a la calavera"'. La historia no termina ahí: cuando aparecen los bienes, culmina Acosta, el dueño no vuelve a usarlos, y de acuerdo con su valor los vende o regala a otros originarios.

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